— Buenas noches y muchas gracias por venir. El lunes murió mi madre. Una mujer de enorme valor. Aunque no plantó ningún árbol, que yo sepa, terminó dos carreras universitarias (Pedagogía e Historia y Arte), combatió la ignorancia durante decenios desde su puesto de catedrática de instituto, tuvo tres hijos y escribió, junto con otras siete personas, este libro. Si bien no escribió poesía, si redactó una vez, en 1999, el palmariamente poético texto que os voy a leer, sin derecho a antitomatazos, ya que no es mío. Merece mucho la pena ver las fotos a las que alude. Las encontraréis en mi blog, Discursos a los diablos.
Tomo prestado un verso del poeta invitado, Fernando Moreno Goldín: «Ese loco siempre verde tren de mi infancia»
Elegía del tren
Los minúsculos muñequitos pasean tranquilos al borde de la carretera, al pie de las montañas de escayola pobladas de ramitas verdes que la imaginación transforma en árboles, de tono cobrizo como robles enanos, o verdes muy oscuros, como severos pinos. Las casas salpican el paisaje. Son de madera, cuadradas, con dos pisos, tejados picudos, ventanas protegidas por persianas verdes y adornadas con tiestos de flores. Una de ellas es blanca con el tejado negro, otra está construida con tablones rojos y tiene delante de la puerta un pequeño jardín rodeado de vallas de madera, como la que pintaba Tom Sawyer. Los extensos prados de serrín verde ocupan las laderas del monte y en ellos algunas vaquitas del tamaño de una uña pastan apaciblemente.
La maqueta se fue construyendo poco a poco, en los años de la infancia, la adolescencia, la primera juventud de los hijos, es decir, en nuestra madurez. El hijo mayor era quien la construía y controlaba; los otros dos se desentendieron al sentirse relegados. Pero nos fascinaba a todos. El tablero para su construcción llegó a ser enorme y ocupaba toda una habitación. Fue posible dedicarle un espacio muy grande porque la casa quedó medio vacía al trasladarnos. El tren, o la maqueta, como lo llamábamos, quedó al principio sobre el suelo y poco a poco se fue poblando de casas, de vías, de carreteras, de montañas, de túneles, de muñecos. Un pequeño mundo feliz que, en las navidades, siempre muy luminosas en aquel gran salón frente al parque, se completaba con el belén de figuras de barro.
Elevar ese tablero sobre caballetes, para facilitar la electrificación y el manejo de "la maqueta", necesitó la colaboración de todos. ¡Era un mamotreto pesadísimo! Pero lo conseguimos. Y "la maqueta" pasó a ser uno de los elementos singulares de aquella casa. Mantuvo su atractivo durante mucho tiempo. Como si fuera un pequeño teatro, se ponían en marcha y se detenían los trenes de mercancías y pasajeros. Podíamos estar tiempo y tiempo mirando aquel remedo de la realidad, como si fuéramos un Gulliver satisfecho y potente con el mundo al alcance de su mano.
Pero pasó la infancia y la adolescencia de los hijos. También la juventud. Estaban ya en la madurez, y los padres, por tanto, empezamos a avistar la vejez. Cuando nos dimos cuenta, el tren se había olvidado hace tiempo. Años estuvo sin que nadie se acercara a él, cubierto con una gran lámina de plástico que, sostenida por unos ingeniosos soportes, impedía que el polvo se acumulara en las vías, los árboles o las pequeñas casas. Muy de tarde en tarde, cuando iba alguno de los hijos, se ponían en marcha sus circuitos. Pero causaba poca expectación. El tiempo era otro.
El final de la maqueta llegó bruscamente cuando la que había sido durante muchos años la casa refugio, la casa almacén, se convirtió en la casa molesta, la casa problemas. Entonces se decidió venderla. Tras largas discusiones, se impuso el sentido común. Estaba para guardar y guardar. Los armarios atesoraban mil recuerdos. Todo el tiempo pasado, como en un sueño real, congelado en objetos: antiguos muebles, miles de libros, cuentos, tebeos, decenas de cuadros, incontables juguetes, cajas rebosantes de papeles, un violín, todo tipo de herramientas, alguna bicicleta, fragmentos de triciclos, balones desinflados... Presidiendo todo aquel universo de recuerdos empolvados, la maqueta.
De trasladar todo este ingente producto de la vida que ya había pasado se encargaría una mudanza. Resultaba tan doloroso como arrancar lentamente la piel. Y, una vez sacado, habría que volver a colocarlo en otro espacio similar. Lentamente se seleccionaron los objetos que se tirarían y los que se conservarían. Las decisiones de cada miembro de la familia desvelaron prístinos sus apegos y desapegos, aunque los primeros superaron con mucho a los segundos. El pasado era, para todos, venerable.
La maqueta, que se había convertido en una especie de gran fantasma plácido, recubierta de su cáscara impermeable, siempre en su sitio, quieta, muda, sorda, gigantesca, adquirió de nuevo protagonismo. ¿Qué se podía hacer con ella? Se podía tirar, pero para ello habría sido necesario trocearla. Y nadie estaba dispuesto a romper a hachazos aquella delicada recreación de paisaje con tren, expresión de reposo y movimiento, de placidez y agitación, de ansia y felicidad. Alguien pensó que podía dejarse como característica atractiva: «Se vende piso con maqueta de tren incluida. Recree su infancia». Pero no cuajó. ¿Quién iba a comprar un piso con ese elemento? No. Las casas deben tener mesas, sillas, televisiones, bonitas cortinas, sofás tapizados, espejos... ¿Qué pintaba una gigantesca maqueta de tren en un salón? ¿No sería que nosotros éramos unos excéntricos y queríamos demasiado a la dichosa maqueta? También podíamos llevarla con nosotros y plantarla en la nueva casa para que volviese a ser el centro imaginario de esa época juvenil que irremisiblemente había pasado. Pero quizá se convertiría en una presencia molesta. Ocuparía demasiado sitio. Y además nadie iba a tocarla ya. Sería como una esfinge muda y latosa. ¿Merecía la pena conservar así el mayor recuerdo del pasado infantil?
La decisión la tomó su dueño. Su creador le impuso su destino. Utilizó para deshacerse de ella un método muy moderno: subastarla por Internet. Nadie creyó que lo conseguiría, pero todos se equivocaron. El mundo virtual proyectó sobre la vieja maqueta una hermosura renovada y las fotos que se le hicieron para que apareciese en cualesquiera pantallas resultaron espléndidas. Tuvo muchos visitantes. Pujaron sobre el precio establecido varios compradores, y con el mayor postor se cerró el trato.
Y se puso en marcha su final para nosotros. Emprendió un largo viaje hacia el norte. ¡Qué complicado resultó desmontarla! Como en una larga operación quirúrgica de varios días, se fueron deshaciendo lentamente sus engranajes, se desconectaron los cables enmarañados que poblaban la cara inferior, se separaron cuidadosamente los tableros... Hubo que desmontar algunas vías, romper montañas, recoger piedrecillas, arrancar árboles....Todo con el mayor esmero, porque la maqueta debía sobrevivir.
Las cajas de cartón fueron recibiendo las locomotoras, los muñequitos que paseaban por los campos, los rebaños de vacas, la mina, los depósitos de agua, los coches que corrían por la autopista, la estación.... Después de muchas horas de intenso trabajo la maqueta quedó separada en tres paneles, con sus vías bien clavadas al suelo y algún objeto pequeño que no pudo desclavarse. Aunque mantenía su grandeza, había perdido su encanto. ¡Todo parecía tan desnudo! Ahora inspiraba más tristeza que admiración. Resultaba frágil, como un hombre que, operado después de un accidente, mostrase sus fracturas.
Llegó la hora del transporte. Los encargados de llevársela habían estado dos días antes y volvían sabiendo ya la dificultad del encargo. Habían avisado de la endeblez de ciertos elementos si se movían. «Irá de pie» habían dicho. Se les convenció que de esa manera no quedaría nada de lo que estaba tan finamente dispuesto sobre los tableros. Aceptaron que fuera en posición horizontal. ¡Ya era algo! Quedaría malherida, pero no muerta. Había que prepararla para evitar su desmoronamiento.
Y ya muy tarde se dispuso un embalaje casero parangonable a un funeral. Cada una de las tres partes se cubrió de papel que mitigara los embates del viaje. La maqueta quedaba ahora oculta. La masa de papeles de periódico la cubría de un tono negruzco y sucio. Por encima se dispusieron sábanas blancas, mortajas de las fantasías ferroviarias. Se ciñeron con cinta de embalar. Todo listo.
Los tres mamotretos se antojaban catafalcos que portaban cadáveres tras haber sufrido largas autopsias. Asépticos, blancos, mudos, fríos, ocultaban un mundo imaginario que iba a salir sin remisión por aquella puerta. Era un adiós doloroso y perfecto. Una verdadera muerte simbólica.
Los transportistas cargaron muy dificultosamente con cada uno de los féretros. Mientras los veía desaparecer, algo por dentro me decía que escribiese unas líneas. Al menos retendría el recuerdo a través de palabras. Los símbolos que iban y venían eran tan explícitos que no merecían analizarse.
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De esta sesión me gustaron especialmente:
- Soneto a Luisa, de José Luis Álvarez Gallego;
- Lo esencial, de Sara Zapata; y
- el de Pablo Cortina sobre la muerte de inmigrantes.