Quería empezar recomendándoos un poeta que descubrí anteayer. El sábado y el domingo se celebró Toledo para poetas. Estuve repasando poemas de los participantes y uno de ellos me pareció sumamente original y divertido: Daniel Orviz. ¿Lo conocéis?
- Se crió a mis pechos - dice Carlos Salem.
- Pues muy bien criado. Sin más, empiezo con un poema que, aunque parezca hoy pintiparado, escribí hace tres semanas y decidí hace cuatro días que iba a leer en esta sesión. Casi parece una continuación del de Margaret, que me ha gustado mucho.
COMBATE
Los paladines intercambian mandobles.
La multitud se agita enloquecida.
Baña el sudor sus frentes enfrentadas
y resuenan los golpes como truenos.
Sus cuerpos son flexibles como juncos,
ágiles cual gacelas asustadas,
fuertes como toros enfurecidos,
y su astucia avergonzaría al zorro.
Una nube de polvo los envuelve,
levantada por sus propias pisadas,
y un sol de plomo los abrasa sin tregua
hasta que uno alcanza la victoria.
Se llaman Nadal y Djokovic.
24 de agosto de 2013
- ¡Qué partidazo! - dice entre risas alguien del público.
El segundo es una historia real que sucedió hace años en mi barrio y de la que fui testigo directo.
LA MUJER DEL ÁRBOL
Hace años, bajo este ciruelo rojo,
vivió durante meses una mujer
joven, negra, pobre e inmigrante.
Cubrió de cartones el murete
que rodea el tronco
y así se construyó un habitáculo,
como una larva de mariposa.
Pasó en él un invierno.
A la primavera siguiente
la desalojaron:
un día el árbol apareció con sus hojas rojas,
pero desnudo,
despojado de su insólito habitante,
sin la presencia que abrigaba sus raíces.
No sé qué fue de ella,
si encontró trabajo
y pudo empezar a vivir
en una casa normal,
extrañando sin duda la vegetal,
o si tuvo que volver a su país.
Pero cada vez que paso por allí
me acuerdo de ella
y me pregunto en cuántas mentes habrá quedado su recuerdo
y cuándo se desvanecerá de todas.
14 de agosto de 2013
Y el último es una historia que no ha sucedido nunca, ni sucederá, y precisamente por esa poderosa razón, hay que inventarla.
UNIDADES
Una tarde se cayó el sistema informático
del congreso de metrología.
Los asistentes se refugiaron en el bar.
Allí, entre muchas cervezas
y algún que otro whisky,
decidieron que no bastaba con el metro
para evaluar distancias,
con el segundo
para medir el tiempo,
ni con la candela
para calibrar la intensidad luminosa.
Y acordaron crear la gioconda,
para medir la belleza,
de un rostro, un paisaje o una sinfonía;
la hidra,
para evaluar la indignación de una multitud.
Quisieron crear una unidad
para medir el placer,
pero no se pusieron de acuerdo en el nombre.
Finalmente,
por aplastante unanimidad,
establecieron el jehová
para expresar cuán inefable es una sensación,
cuán inexpresable es un concepto,
cuán inconmensurable es aquello
que no solo no puede ser medido,
sino ni siquiera aprehendido
por la humana inteligencia.
5 de agosto de 2013
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